Cuando Gregorio Samsa se despertó una mañana después de un sueño intranquilo, se encontró sobre su cama convertido en un monstruoso humano. Estaba tumbado sobre su espalda tensa, con su larga columna vertebral, al levantar un poco la cabeza veía un vientre hundido, lleno de vello y con un curioso ombligo donde el cobertor le cubría la indefensa piel, a punto ya de este resbalar al suelo. Sus dos piernas, ridículamente peludas en comparación de su cabeza, le vibraban desamparadas ante los ojos. "¿Qué me ha ocurrido?", pensó. No era un sueño. Su habitación, una auténtica habitación de insecto, si bien algo pequeña, permanecía tranquila entre las cuatro paredes harto conocidas. Por encima del corcho, sobre la que se encontraba extendido un muestrario de hojas de árbol -Samsa era vegetariano-, estaba colgado aquel cuadro que hacía poco había recortado de una revista y había colocado en un bonito marco dorado. Representaba a una bicha ataviada con un sombrero y una boa pl